Quién no se ha roto alguna vez. A quién no le ha bailado el
corazón al son del estallido de un vaso y con una banda sonora que pone a la aorta y a sus amigas pulmonarias a bailar regetón a todo festín y hasta la
madrugada.
Quién no ha odiado a ese crustáceo que se alimenta de órganos
vitales de aquellos que son parte de tu sangre. Ese que no entiende las ganas
de vivir del ser humano. Ni de edades. Señor rompe vidas, usted perdone pero discúlpeme.
Quién no se rompe escuchando a un hermano cantar la serenata del
último adiós. Esa despedida que congela tu aliento para siempre, y que te deja
sin cinta de medir tus valores por una larga temporada. Fuera de alcance.
A un lado del roto, la imagen intacta de ese alguien que nos deja;
y al otro lado del roto, un puzle corazón de cien mil cristales sin caja ni
manual y esparcidos más abajo del suelo. A ver quién es el valiente que se
atreve a ir al sótano a por la escoba y el recogedor, que llega el turno de
limpieza…
Hallarse entre los añicos primero para luego decidir qué pieza apoya
sobre qué otra pieza. Es el lego más complejo de la vida de cualquiera, pero también
es el que llega más alto cuando se siente torre. Un kintsugi japonés improvisado y al estilo andaluz que en
lugar de usar oro para unir las grietas, canta coplas de carnaval a un ritmo que cambia tres penas por cuatro alegrías.
Ahí está el otro lado del roto. Esa otra filosofía de ver la belleza después de romperse. Una forma de pensar igual de
cierta e incierta que otras tantas, pero a la que pienso merece la pena rendir
culto por un rato porque de algún modo, consigue que esas roturas tan rotas sean parte y no
juez de tu historia. Y que aunque más o menos triste, según los ojos de quien mire, no dejan de embellecerte y hacerte más fuerte.
Feliz día
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